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Un país hecho de fútbol

 

El recuadrito de la TV

Por Nicolás Samper C. *


-Me estoy muriendo.

Abrió la puerta desencajado, con los ojos blanquecinos y manchas de vómito en el saco. Pálido como un icopor mi papá se dejaba caer sobre la cama. Una hora después aparecía por los pasillos de la Clínica Santa Fe siendo llevado a toda velocidad a cirugía. Pantallas, cables, oxígeno y los pocos pelos que le quedaban estaban parados, como su corazón. Era 1988. Enrique Urdaneta, el cardiólogo que lo atendió esa noche salió al rato enfundado en batolas y con ese gorro que a un médico le luce como la corona del respeto y que a los demás mortales se les ve como un sombrero para bañarse. Dijo frente a mi mamá, a mi hermana y a mí: “no sé por qué sigue vivo”.

Sufrió un infarto muy grave, no como los que muestran en la televisión. Silencioso, el infarto achicharró el corazón durante ocho horas y apenas vino a manifestarse la gravedad del caso en el instante que cruzó la puerta de la casa. Una paradoja: en la mañana había asistido a un entierro de un conocido. El diagnóstico era pésimo: solamente un 15 por ciento de su corazón seguía funcionando. Era 1988.

Siendo un tipo deportista –era biólogo marino- jamás le interesó el fútbol. Ni poquito. A veces nos llevaba donde una tía de plata y le pedía a ella que le cambiara un cheque porque “iba a llevar a los niños al estadio”. Nosotros luego en el carro nos reíamos de la treta urdida por un hombre que seguro en ese instante estaba ilíquido y preocupado por otras cosas más importantes que un juego entre 22 personajes. Nunca cumplió con la promesa de ir a El Campín conmigo porque no le gustaban las aglomeraciones. Le delegó ese flaco favor a un vecino hincha del Bucaramanga. Y como el Bucaramanga perdió 6-1 ese día elegí hacerme hincha de Millonarios. Pero esa historia es harina de otro costal, o enfermo de otro quirófano.

Recibió el alta médica, pero la baja laboral. Su estado no le permitía trabajar. Ni salir solo de la casa. Una condena a un adicto al trabajo, a la noche, a los excesos y que apenas tenía cumplidos 43. De un momento a otro tendría que llevar una vida monacal, sin sal, ni frituras. Todo verde, como su color de piel luego del infarto.

Sin mucho plan, acompañaba silencioso mi fanatismo por el fútbol. ¡Qué más se ponía a hacer! No comentaba absolutamente nada, mientras que yo rabiaba por culpa de la torpeza de Rubén Cousillas en un juego de Libertadores y no se inmutó tampoco con los cuatro penales que le tapó Higuita al Olimpia. Los narradores decían esa frase manida de “partido no apto para cardíacos” y él simplemente fruncía el ceño. La explosión de una bolsa podía acabarle de un tajo el corazón, pero nunca un partido de fútbol.

Dormía muy poco luego de su percance. Dos o tres horas, porque la respiración se le iba en medio del sueño. Trataba de recuperar las horas de insomnio en la mañana, cuando no había que trasladarlo a urgencias por complicaciones que le surgían debido a su estado.

El 19 de junio de 1990 le pedí permiso para ver el juego Alemania-Colombia en su cuarto. Estaba más pálido que de costumbre y parecía un mapache por sus ojeras que le caían hasta el maxilar. Pidió bajo volumen en la TV para seguir durmiendo. En medio del silencio, de mascullar mi rabia contra el árbitro norirlandés Alan Snoody y de emocionarme con el 0-0 que dejaba a Colombia por primera vez en la historia a octavos de final de una Copa del Mundo, él dormía plácido, sin alteraciones.

Pero apareció Pierre Littbarski con un zurdazo al ángulo en el minuto 89 y no hubo respeto al enfermo. Se levantó sobresaltado al ver que yo estaba llorando de la rabia, gritando porque nos tocaba de nuevo alistar una cuchara para servirnos una generosa porción de miseria futbolística. Colombia había jugado mejor y en el minuto final terminaba perdiendo un juego que tuvo en el bolsillo.

Había que evadir la realidad: cambié para ver el final de Yugoslavia-Emiratos Árabes (que eran rivales de grupo con Colombia). En ese partido habían habilitado una señal que transmitía en un cuadrado diminuto el partido entre alemanes y colombianos. Me volteé a hablar con mi papá porque ya la suerte estaba echada. Estábamos eliminados y punto. De la nada me interrumpió enérgico.

-¡Pilas! mire el recuadrito de la TV.

Freddy Rincón en ese instante cabalgaba solo frente a Bodo Illgner. Al acabar su carrera infernal y lanzar la pelota entre las piernas del nervioso arquero alemán, abracé a mi papá como jamás lo hicimos nunca. No porque nos lleváramos mal. Era más una cuestión de respeto y reverencia. Pero esos códigos silenciosos se fueron al traste. Él también me abrazó fuerte y hasta alguna lágrima se le escurrió. Seguro que fue por ese encuentro inédito entre ambos. Yo lloraba, pero gracias a Rincón.

Dos meses después recordé ese aviso de él, esa alerta para no perderme el gol más importante del país en los Mundiales. Lo evoqué cuando sonó el teléfono el domingo 5 de agosto de 1990 a las 10 de la noche y preguntaron por mi mamá. Llamaban de la clínica...

(*) Director de la Revista Fútbol Total.

 

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