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Un país hecho de fútbol

 

El caimán y el pollo

Por Nicolás Samper C. *


El fuego sagrado esa vez no vino del corazón palpitante tras hacer un gol definitivo. Provenía de las brasas y los carbones chisporroteantes. La luz incandescente que se puede observar antes de conseguir una gran hazaña tenía la misma iridiscencia que las lenguas convertidas en llamas que emergen del fondo del horno en un asadero. Y las vueltas que daba la vida no eran justamente las que dejaban a Colombia cerca de su primera participación en un Mundial de fútbol. No. Esos giros de vaivén los daban decenas de pollos empalados en un restaurante limeño.

Allá, en la capital del Perú, donde nunca llueve y el cielo es gris todos los días, Efraín Sánchez, el “Caimán”, el capitán del equipo, el hombre que jamás se distraía en el campo y que con sus atajadas construyó un pedestal que lo ubica entre los mejores arqueros de nuestra historia, por primera vez en la vida pestañeó. Caminaba por una vereda con su andar erguido, ese que mantiene hoy en día, pelo peinado hacia atrás con fijador “Lechuga”, bigote peinado y en una vitrina vio un pollo asado. Los peruanos son expertos en el arte de la comida pero antes de que Gastón Acurio diera golpes de opinión con cebiches y tartares de atún, los incas sabían de la buena mesa. El pollo estaba ahí, piel crocante y dorada y carne jugosa, servido en un plato gigante acompañado por la guarnición típica: papas a la francesa.

Fue amor a primera vista entre pollo y caimán. O caimán y pollo. Nadie sabe qué fue primero. Efraín se detuvo en la acera y el ave bailaba como si fuera la que salió en el inolvidable video de la canción “Sledge Hammer” de Peter Gabriel. Sánchez le dijo a Adolfo Pedernera, el entrenador de Colombia en aquellos tiempos, que su mayor motivación para salir a ganar en el Estadio Nacional de Lima era el alado freído a 300 grados.

Nunca antes Colombia había estado tan cerca de un Mundial. Para aquella eliminatoria solamente hubo que afrontar un encuentro de ida y vuelta contra los peruanos y el primero, disputado en Bogotá, fue triunfo 1-0, gol del gran “Zipa” González. En la casa ajena había que desplumar el pollo: el de la vitrina y el que significaba soportar el acoso inca.

Delgado, de Perú, puso el 1-0. La cara del “Caimán” lo decía todo: no habría Mundial ni puesta en manteles para despresar el pollito anhelado. Germán “Cuca” Aceros empató y se veía venir la celebración. Colombia después de sufrir bastante, encontraba por primera vez la oportunidad de amasar el más jugoso botín de una historia carente de brillo y donde ni medallas de hojalata se podían ostentar. Pero ese 7 de mayo de 1961 por fin el país podía interceptar la frecuencia de los milagros.
Chile 62 estaba ya en la bitácora. Al regresar al hotel varios alteraron la paciencia de la operadora internacional: todos necesitaban comunicarse con sus casas para decir que sí, que pudieron, que iban a estar donde nadie logró llevar al fútbol colombiano; que con apenas 14 años de profesionalismo y superando las dudas que existieron en cuanto la continuidad del torneo local al firmarse el “Pacto de Lima” -tratado en el que el país se comprometía a no piratearse a Di Stéfanos y Cocos Rossi- lograban una hazaña impensada. Los puros criollos coronaban Copa del Mundo que, en términos reales, era casi como ganarla.

Al terminar todo el parloteo, en el que se recuerdan goles fallados y se recuerdan duelos, los jugadores se preguntaron por Efraín Sánchez…

En ese instante el “Caimán” caminaba por la vereda con su andar erguido, ese que mantiene hoy en día, pelo peinado hacia atrás con fijador “Lechuga”, bigote peinado. Se sentó, puso las manos sobre el mantel a cuadros, llamó al mesero con un chasquido de dedos y engulló su premio.

(*) Director de la Revista Fútbol Total.

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