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Un país hecho de fútbol

 

La ciclotimia como deporte nacional

Por Héctor Rincón


El electrocardiograma del hincha colombiano es, más bien, un sismógrafo puesto a medir las pulsaciones del magma de los volcanes de Tierra del Fuego. Rara vez ese corazón se ha estabilizado a lo largo de una historia sobresaltada, siempre al borde del infarto, pero también siempre en la antesala del paraíso.

Más que del fútbol, somos hinchas de la ciclotimia. De la exaltación más desmedida, el miércoles, pasamos a la depresión más crepuscular el domingo por la tarde. No creo, no, que sea un asunto de meros resultados accidentales, sino de una escogencia. Eso es lo que preferimos. Si la ciclotimia no fuera una elección, ya habríamos aprendido después de más de setenta años de correr detrás del balón de manera más o menos organizada. Mucho menos que más.

Pero si insistimos en declararnos el miércoles los mejores del mundo y en crucificarnos el domingo como los peores, es que nos gusta eso como deporte. O ese es el deporte que nos gusta. Alguna vez, por ejemplo, íbamos a hacer campeones del mundo. Habíamos goleado a los argentinos en el Monumental de Buenos Aires, habíamos oído decir que qué toque, que qué poder y alguno de los aventureros que proliferan soltó el desvarío de que Estados Unidos nos vería coronar como Campeones. Oh gloria inmarcesible.

Aquella euforia duró como dos semanas. O tres. Fue, recuerdo, el pico más alto de la ciclotimia nacional. La cúspide de la montaña rusa. Y el descenso fue brutal: una eliminación grosera  y un fondo que nos envileció el corazón y que no ha cicatrizado: la muerte por asesinato de Andrés Escobar, defensor central de aquel seleccionado nacional.

En la lucha denodada para mantener encendida la fe, echamos mano de un puñado de buenos momentos históricos que hemos vuelto eternos. Una manera válida de hacer prevalecer la felicidad tan esquiva, así no sean nada más que sofismas y así sirvan sólo de pasante de los malos tragos que tenemos que tomar en la cotidianidad.
Por ejemplo, Eldorado. Por motivos que la mayoría de hoy ignora, el fútbol colombiano tuvo lentejuelas y candongas en la mitad del Siglo XX. Juzgo que fue un motín de piratas lo que produjo la llegada a Colombia de una constelación de figuras mundiales. Alfredo Di´Estéfano pasó por aquí y Néstor Raúl Rossi también y Adolfo Pedernera. Quizá –quizá—como si en los días que corren ocurriera una revuelta en la estructura de la Fifa y por ella Andrés Iniesta, Lionel Messi, Zlatan Ibrahimovic y Luis Suárez terminaran con las camisetas de Millonarios, Santa Fe y Deportivo Pereira. Cosas así.
Así que los mejores del mundo entonces –y veinte más—jugaron en los potreros con ínfulas de estadios que antes había. Ese episodio fortuito se instaló como leyenda y se volvió un San Benito porque durante años que fueron lustros, que fueron décadas, el fútbol colombiano vivió de la gloria prestada de haber servido de refugio a aquellos cracks mientras las aguas del deporte organizado volvían a sus cauces.

Un gol olímpico, otro ejemplo. Otro ejemplo de sedante para las tristezas futbolísticas que agobian. De ese gol –marcado por Marcos Coll a Rusia en el campeonato Mundial jugado en Chile—la algarabía nacional todavía subsiste. Todavía porque ese gol fue parte de un hecho cuya magnitud los colombianos lo hemos hecho figurar no sólo en la historia del fútbol, no solamente en la historia del deporte, sino en la historia patria: un empate a cuatro goles con Rusia después de ir perdiendo 1-4. Oh júbilo inmortal.
Y así. Con victorias morales como esa, hemos construido nuestra identidad futbolística y hemos soportado los constantes desastres que se han abatido sobre las selecciones nacionales. Pero seguimos firmes, fieles a la ilusión, porque somos adictos a la ciclotimia. Porque nos gusta esa sensación de desesperanza que surge cuando en el último minuto nos sacan del campeonato o cuando faltando veinte bajamos definitivamente los brazos. Si de pronto, si de pronto se nos da el resultado, como dicen los futbolistas al micrófono, entonces nos tiramos maicena, nos echamos la madre y acabamos con el aguardiente. Y si no se nos da, pues también: esa tristeza tan grande y tan habitual también es un motivo.

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