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Una sociedad celestial En la sociedad colonial del siglo XVII las acciones de la vida cotidiana estaban encaminadas a alcanzar la vida eterna. El sentido de la existencia era la salvación y los valores
eran fundamentalmente religiosos y espirituales.
En esa sociedad la mujer tenía dos caminos: lograr un matrimonio con un 'buen partido' que le garantizara prestigio social o unirse Dios y renunciar a la vida mundana.
Los conventos femeninos eran, en aquella época, el espacio en el que se regulaba la vida de las mujeres que no estaban casadas bajo principios como pobreza, obediencia, castidad y clausura. Las monjas se dedicaban a
cultivar con celo la espiritualidad y abogaban por los demás, con miras a obtener favores en la vida eterna que esperaba a los creyentes después de la muerte. Los conventos surgieron en Hispanoamérica entre los siglos XVI y
XVIII para proteger a las hijas de los conquistadores de una mezcla indeseada con negros, indios, mulatos o mestizos y para ofrecerles una educación, de acuerdo con las pautas impuesta por el Concilio de Trento, a partir del
cual se disolvieron los monasterios dobles, heredados de la Edad Media, y se crearon estos "institutos de perfección", en los que se institucionalizó el perfeccionamiento individual por medio de la virtud y la mortificación del
cuerpo.
Economía de la salvación El convento desempeñó
un papel clave en el ordenamiento social y cultural de las recientes ciudades y fue una pieza básica en la divulgación de la política eclesiástica de la Contrarreforma y del barroco. Desarrolló una función religiosa central al
generar una cultura conventual en la que la simbología de la existencia del más allá desempeñaba un papel fundamental en la forma de ver y vivir la vida terrena. Fue un lugar habitado por mujeres enclaustradas que oraban por las
necesidades de los demás; era un puente entre la tierra y el cielo.
Los conventos estaban organizados bajo la dirección de una abadesa, priora o superiora. Esta mujer mayor, elegida por sus compañeras, regulaba todas las
actividades cotidianas del convento, desde la provisión de los recursos hasta la resolución de las disputas cotidianas entre las religiosas.
No obstante, ese mundo femenino formado por mujeres de todas las edades no sólo se
ocupaba de las oraciones, pues en los conventos se practicaban la lectura, la escritura, la caligrafía, la música y el canto, los bordados y la confección de textiles, la herbolaria y la gastronomía. Los conventos eran verdaderos
centros de cultura, y lo mismo produjeron a la poetisa Sor Juana Inés de la Cruz que un conjunto admirable de obras de arte, así como diversas especialidades que iban desde la elaboración de empanadas y dulces hasta la fabricación
de tabletas y ungüentos para la curación de distintas enfermedades.
La fuente material para la subsistencia del convento se originaba en el patronazgo, por medio del cual un poderoso personaje donaba fabulosas cantidades de
dinero para iniciar la fundación del mismo. En algunos casos el patrono era el rey, pero también participaron, entre otros, los ricos comerciantes de la ciudad que acrecentaban su prestigio al constituirse en patrocinadores de esas
casas religiosas, lo que les permitía figurar en estatuas de donantes que se erigían sobre sus tumbas, a los lados de los retablos mayores de las iglesias conventuales, hecho que les inscribía en el mundo sagrado que tanto valoraba
la sociedad de entonces. |